dimecres, 25 de juliol del 2007

por decir algo

Creo que tengo un poco de ganas de llorar hoy. Es esa vieja conocida. Y encima me dedico a escuchar canciones de letra profunda y estribillo desgarrador.
Las ganas de llorar me vienen como del centro del pecho. Las noto también en las sienes y en las cejas, que se arquean irremediablemente, como durante toda mi época decadente (suerte que esto que me pasa ahora es una situación pasajera, de reducida duración, que espero y supongo como mucho se mantendrá activa hasta acabar la jornada).
[fragment assassinat per l'autocensura]
Además, recuerdo. Y además, recibo estímulos del presente que me hacen dudar sobre todas las cosas, sobre las presentes, sobre los recuerdos, sobre el que será.
Hoy un hombre se ha sentado a mi lado en el autobús y aprovechando los vaivenes rozaba con más o menos disimulo su pierna contra la mía. La he apartado (la mía) y el honrado hombre la ha seguido buscando hasta lograr el contacto de nuevo. He apretado las mandíbulas. No estaba segura de que lo hiciera a propósito, pero me molestaba. Cuando se ha movido dando lugar a algo parecido a unas asquerosas caricias, me he girado hacia él y he resoplado con mala leche. Mi inseguridad me llevaba aun a dudar de si ese cerdo iba con malas intenciones o si el pobre hombre tan solo era movido por el ajetreante voyyvuelvo del autobús. Después del resoplido se ha retirado un poco, pero igual de poco ha tardado en volver a ello. “–Podría limitarse a su espacio, por favor?” y con los ojos como los de un crio al que le pillan pegando a otro ha dicho casi sin dejarme acabar, “- Sí.“ Y le he dicho que muchas gracias de manera insultante y he seguido mirando a la carretera y a la gente y luego he escrito un mensaje con el móvil y el hombre no ha vuelto a acercarse (vaya, había escrito acerdarse) hasta que ha bajado y ha desaparecido, quien sabe si para siempre, de mi vida. No me ha atemorizado, de hecho le he visto venir desde que se ha parado a pensar donde sentarse y ha ido a hacerlo en la última fila junto a una pobre e indefensa jovencita que tan solo se apartaría de él en el más pulcro silencio. Me gustaría ser más firme y haber sido capaz de dejarle en evidencia delante del resto de pasajeros, pero hay algo que siempre me lleva a dudar de mis decisiones. Si no lo he hecho no ha sido por vergüenza o por considerar poco decoroso el hecho de alzar un poco la voz entre la multitud, sencillamente he pensado que era posible que me estuviera equivocando en mis percepciones. Tengo la manía de contrastarlo todo, de no dar nunca nada por zanjado, de ponerlo todo en duda, de plantearme las cosas no una ni dos veces sino de manera infinita, pretendiendo llegar a algún lado que nunca aparece y perdiéndome entre hipótesis y disyuntivas hasta el abandono. Si yo no fuera así, posiblemente me habría levantado, me habría ido a otro asiento y en voz alta habría comentado con toda naturalidad, sin intención alguna de ser ofensiva, por supuesto: “Es que en aquel sitio hay mucho ruido, con el motor justo detrás. Además, ese hombre no deja de pretender rozarme con su pierna y me pone de los nervios. Entre asco y vergüenza ajena anda la cosa.” Pero no lo he hecho. Por temor a estarme equivocando, supongo.
Y encima me doy cuenta de que todo lo empiezo diciendo “creo”.